miércoles, 13 de julio de 2016

La celda

Soy James Holman en Egan Holmm. De por qué me mantengo como un huésped en la carne de Egan Holmm y estoy tendido en este camastro, en el gélido infierno, es algo que en apariencia se conoce bien. Soy ciego como James, sin embargo, no he cumplido con todo el plan. Como se imaginará toca el relato de este hecho perturbador.

Hace seis meses, si la memoria no me falla, leí por casualidad en una revista de viajes una reseña referida a la vida de James Holman. A este vagabundo la ceguera no le impidió recorrer el globo. Pero ¿para qué? Cuando terminé de leer el artículo, mi emoción me impulsó a salir del confort de mi habitación para simular el peculiar recorrido, pues había entrado en mí el que era yo: Yo era James Holman. 

En la calle, mientras caminaba sin rumbo definido (acaso la ceguera no borra primero los fines precisos, los contornos de esas ideas languidecen como unos cuerpos desapareciendo bajo la neblina y en las orillas nos quedamos a la deriva bajo el embrujo del sonido de la marea) iba cerrando y abriendo los párpados densos por el cansancio de las repeticiones convulsivas, por el peso de mi mente obsesionada con la oscuridad. Me preguntaba sobre las razones por las que alguien se lanza al mundo sin poderlo ver, ese tipo, James (viajero invidente del siglo diecinueve), si que era intrigante, escapa a todas las normas impuestas por del turismo rutinario, por esas ansias de quererlo ver todo, de impostar un ojo en todos los espacios, una curiosidad insana. ¿No era un círculo macabro acaso? Es decir, podría relatar mi experiencia del mundo a partir de los cuatro sentidos que me quedan y acaso estas no resultarían siempre incompletas y por lo tanto falsas. Aunque responda realmente seguiría mudo. Me explico, quizás iniciaría mi respuesta describiendo las sensaciones del aire rozando mis mejillas, añadiría la multiplicidad de olores, perfumes o emanaciones elaborando en mi memoria recuerdos diversos, continuaría con el tacto, diría que me desnudé y que el suelo estaba húmedo, finalmente el gusto, pues, es insoportable acercarse al mundo y no saber su sabor, para eso me habría arrodillado y pasado mi lengua por el mismo humedecido asfalto, postes, y habría probado, no por descuido, el orín de un perro, la saliva de un transeúnte, los charcos que dejó la lluvia o el desagüe, así pues habría recreado todo un modelo de la realidad y sin embargo sería fragmentario y absurdo. O quizás tal decisión la habría elegido tan sólo para encontrar intencionalmente en el destino de su periplo la muerte.

Cuando desperté, a la mañana siguiente, ya tenía un plan. Si yo era el que decía ser, no cumplía con un detalle, quizás el más importante, no estaba ciego. Bien, corrí a la cocina y cuando estaba a punto de reventarme los ojos con el abrelatas reflexioné que tal acción iba contra las leyes del destino, es decir, mi héroe no había decidido ser ciego, estuvo condicionado por el oráculo de la fatalidad a contraer cierta enfermedad reumática durante sus años de servicio militar a las órdenes de un caballero inglés, lo que determinó su ceguera progresiva y total. Así, sólo quedaba esperar pacientemente hasta adquirir alguna enfermedad, lo cual aparte de causar fastidio era improbable, por lo que tendría que actuar de cierta forma provocando el azar, esto no era difícil, pero sí vergonzoso ya que caía en una contradicción.

Pasaron meses concibiendo el plan, mientras tanto James se había acostumbrado a mí, se dejaba guiar por la habitación, a ratos me hallaba listo para emprender nuevamente el viaje. Estas ansias de libertad cobraron fuerza cuando supe o recordé que James también fue marinero, este detalle sería muy difícil de imitar para Egan, el estaba imposibilitado de serlo. Ni siquiera se le habría ocurrido pensar en ser pescador, su constitución física me lo impedía, además de los medios que ello implicaba y de la repulsión que me provocaba. Si los pasillos atestados de rostros indescifrables y estúpidos de la universidad me revolvían el estómago, pues se asqueaba ante cierta emanación que desprendían todos esos cuerpos (es una cualidad nuestra, somos sensibles a detalles curiosos, extraños), compartir tales ambientes estrechos y con el movimiento del barco haría de la vida de Egan una náusea patética y lo llegué a estimar a tal punto de dejar de importunarlo con esa exigencia a la que más tarde podía adaptarse. Ahora que lo pienso, la hediondez respirada de la sanguaza en los puertos y mercados, donde las entrañas sangrantes de los pescados y los desperdicios hacen una mescolanza asquerosa, era similar a la que despedían los cuerpos abiertos de los desgraciados, pues las ráfagas de balas disparadas a tan corta distancia iban dejando en los pasillos toda clase de residuos sanguinolentos. Dios, que tortura. Tendría que escapar de esos ambientes viciados y, para mi suerte, Egan ya había acometido mi plan.

Cuando estuvimos de regreso en la habitación, obviamente sin armas y embarrados de sangre, la idea persistía en nosotros.  Eramos libres y pronto Egan se uniría a mí en la oscuridad. Fuimos a la ducha para purificar esta materia insoportable y esperar nuestro destino. Estábamos emocionados. Cuando escuchamos, en plena ducha, que la puerta caía con violencia y varias voces surgían como un remolino contrario a las que aullaron en el cine durante la masacre. Luego todo es historia. 

Hubo todo un escándalo, habitual en la gente honesta que se despierta creyendo que el mundo sigue tal cual lo dejó al dormir, y oh!, sorpresa, lee junto a los anuncios en el diario que una persona cercana, un vecino, un pariente, había sido ejecutado sin misericordia por un lunático. Entonces el café se enfría con absoluta prontitud, las mejillas se sonrojan e inicia el proceso absolutorio para salvar al condenado. Oh! vamos, a la mitad de esos infelices en algún momento les habrán deseado la muerte, otros con seguridad se hallaban insatisfechos de sí mismos, los demás por diversas razones se lo merecían; ser adicto a tales proyecciones solo encubre personalidades carroñeras, deformes. Al parecer, no olvidaron ese detalle y la balanza de la justicia se inclinó a nuestro favor (la justicia también es ciega) salvándonos de una ejecución segura; por el contrario, nos asignaron un abogado de oficio, al que revelé mis verdaderas intenciones. Cuando comparecí ante al tribunal no abrí la boca, lo cual en un principio fue una estrategia, había recobrado mi identidad, luego se volvió una costumbre y más tarde una satisfacción; nada ya tenía que decirse, el hecho estaba consumado y ahora sí, mi destino estaba cumplido. Evité la muerte, como lo hizo mi héroe y ahora estoy ciego para el mundo.

Soy James Holman; salvo que esta vez no podré emprender mi viaje. desafortunadamente estoy enterrado vivo.

Paul Mendoza Malaver
Cajamarca, 2016

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