miércoles, 13 de julio de 2016

RESURRECCIÓN
Varias noches me quedé sumido en la oscuridad esperando que calme la ilusión y deje ya de atormentarme. Pero una vez más, recostado sobre mis costillas derechas, que iba palpando bajo la camisa de dormir, escuchaba el rumor del anochecer, una mezcla de recuerdo y sueño.

Deslizaba las cortinas que tenía al alcance de la mano y una luz tranquila y suave se deslizaba por la habitación, mientras mis ojos se acostumbraban a esa calma, mi corazón dejaba de latir ansioso y ya no tenía miedo de haberme acostado tan temprano y ser otra vez arrastrado al insomnio. Miraba por la ventana las estrellas dispersas y oía el viento silbar, me movía repetidas veces, incómodo y aburrido, hasta encontrar una posición que me precipitara, al fin, al sueño, y mi cerebro dejara de importunarme con sus imágenes y voces que salpicaban bulliciosas hasta que, como de costumbre, las lograra entumecer con el aire frío que tomaba forzando a mis pulmones a ensancharse cada vez más para salir de mi ahogo.

Oía como el abuelo arrastraba sus pisadas en la habitación inferior. Lo imaginaba hurgando en el cajón, donde además escondía un sombrero y una pipa, y escoger la antigua foto, llena de reminiscencias a blanco y negro. En ella se lo veía sobre su montura formando parte del cuerpo de un grupo de campesinos que, con los fusiles al hombro, posaban listos para cabalgar hacia la ciudad arreando todo el ganado destinado para su venta. O quizás sólo trataba de alcanzar, con todo el libro de las fotos, aquel tiempo al que se sentía todavía pertenecer; era posible que en ese instante él hubiese cambiado su elección y escogido de entre todas esa y estado mirándola: fijándose en mis ojos extasiados junto al pecho de la abuela y podría volver a sentir estremecer aquella piel en el amor, palpitando en la voz de la abuela su propio corazón. La estaría sosteniendo, sin remediar el temblor de sus manos gastadas, salpicadas de lunares, pensando en mí, que a la vez lo imaginaba absorto en su melancolía.

Al día siguiente te hallaba otra vez inclinada sobre los maceteros, desprendiendo las hojas marchitas que dejaban un olor extraño en las yemas de los dedos.

-Pero no vayas a derramar el agua.
-No, claro que no. Esta vez estaré atento y al salir de la habitación dejaré la luz prendida para que tú puedas regresar sin tropezar.

Tu cabello caía cubriéndote el rostro. Cuándo saldrás de casa y te podré acompañar a la heladería o quizás un poco más allá de la esquina usual, en dirección al puesto de periódicos, del que alguna vez sustraje una revista que tú ni siquiera apreciaste.

Te vestías con el vestido negro y yo me quedaba otra vez ensoñando en ti, redimido por una vida inocua, afligido con la carga de tu hundimiento en las arenas movedizas del recuerdo mortuorio. Rechazabas mi nombre, confundido entre una multitud de personajes que nos habían abandonado. Repentinamente despertabas y decías: estúpido, sin que esa palabra hiriente suene ofensiva. Te veía regresar por donde yo había venido, sosteniendo la jarra de agua, enclaustrándote por tu propia voluntad hasta el día siguiente.

Por esos días el abuelo me llevó a las caballerizas. Su cuerpo le pesaba demasiado, así que de rato en rato nos deteníamos para que descanse. Al llegar, como era habitual en él, empezó a contarme la historia de la familia, de su hijo, y de su inesperada muerte un año después de que yo naciera. Se sentó junto a la tranca y me pidió que le trajera su soga con su machete. Se los entregué. Sus brazos no los soportaron y en esa inseguridad mal disimulada me pareció ver en él un cierto gesto, un desvarío a causa de una fatiga por un arduo trabajo.

Sentí sed y pensé ofrecerle algo del agua que traía en la alforja, cuando fui testigo de su derrota lenta y callada, endureciéndose frente a mí, tomando una densidad inesperada e inexpresiva, a pesar de la cual trataba de aferrarse a algo, elevar su rostro por sobre los gallineros, más allá de los campos; lo vi por última vez hacer el nudo y blandir su machete haciendo rebotar la luz sin calor. Tragué un poco de saliva y la palabra se me atragantó como un llanto inexplicable, quise abrazarlo, pero advertí que esa necesidad era un síntoma de debilidad que él despreciaba.

El sol acosaba a los animales que huían de aquí para allá en sus jaulas o vagaban en medio del corral. Notaban nuestra conocida presencia y sus miradas parecían reflejar la pena de olvidar el intento de un lenguaje en una conciencia aturdida por el ruido inalterable de la brutalidad.

-Pero los que no volvemos somos nosotros.
-Sí, abuelo.
-Como no volverá tu padre, ni tampoco yo, ni tu abuela, ni tu madre.
-Lo sé.
-Entonces deja de empeñarte en hacerla saber de ti, de secundar su manía inútil, vacía y brutal de rascar la tierra. Y sostén esta soga y este machete, eso te quitará la ilusión de ver flores secas donde sólo hay una cruz de carrizo sembrada en un tonto bacín.

Y ahora estoy otra vez solo y perdido. Al abuelo lo enterraron hace ya un año. Mi madre continúa entrando y saliendo de la habitación con la única intención de desprender las hojas secas.

- Basta. Nadie va a resucitar.

Y un escalofrío me parte la voz hasta enmudecer, pues quizás, es mía, también, esa esperanza.

-¿Qué has dicho?

Tras regar su cruz, retorna. Se detiene indecisa bajo el dintel de la habitación. Presiento que va a girar y me llamará por mi nombre, corriendo, escapándose de sí misma; sin embargo, a mi pesar, solo descubro que soporta un huésped en la espalda que lentamente la empuja y la va curvando hacia dentro, alargando sus facciones, absorbiéndola completamente. Intrigado, me acerco, y la distingo en pie, el cuerpo oscilante, compulso, la mueca arrugando la mitad de su rostro que resulta bifurcado en una sombra irreal y absurda, tensa, dividida a causa del ángulo más lejano de la habitación donde se va encogiendo, y apago la luz.

Paul Mendoza Malaver.
Cajamarca, Marzo del 2016



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